«Desde mi juventud me hacía muchas preguntas: ¿Por qué existimos? ¿A dónde vamos después de la muerte?
Entonces me puse a leer libros existencialistas que incitan a hacerse más preguntas, pero no ofrecen ninguna respuesta. Quise conocer otras religiones y llegué a vivir entre monjes budistas.
Finalmente, leyendo el Nuevo Testamento, me impresionó cada vez más la persona de Jesucristo. Primero por sus milagros, luego por su sabiduría, por el amor y la libertad de expresión con la que enfrentaba a los religiosos de su tiempo. Decidí, pues, leer toda la Biblia. Nadie influyó sobre mí. Lo decidí yo solo. De repente comprendí que no había otro camino fuera de Jesús. Dios me mostró que debía elegir, entonces quemé todos los demás libros religiosos que poseía. Pero aún permanecía turbado.
Oré a Dios: Haz algo por mí, Señor. Leí en tu libro que tenías discípulos. Si aún tienes algunos hoy, permite que encuentre aunque sea uno que me pueda ayudar.
No hablé con nadie, pero dos días más tarde, mientras hacía auto stop, un hombre me llevó en su carro y me dijo: Soy cristiano. Creo en el Señor Jesucristo. Él es mi Salvador… Y me anunció el Evangelio.
Feliz de ver que Dios había respondido mi oración, comprendí que él se interesaba por mí».