En la Edad Media, cuando construían una catedral, adherían una sólida argolla (aro) de hierro en la base de uno de sus muros, llamada «la argolla de salvación». A un malhechor le bastaba sujetarse a ella para estar momentáneamente a salvo de sus perseguidores. También había un «espacio de salvación» delimitado alrededor de esas mismas catedrales; este constituía un lugar de asilo en el cual nadie podía ser detenido.
Estas medidas permitían suavizar la implacable justicia de aquellos tiempos. Probablemente esta idea estaba inspirada en las “ciudades de refugio” mencionadas en la Biblia, las cuales estaban destinadas a recibir a los autores involuntarios de un homicidio (Números 35:11). Los asesinos que se refugiaban allí solo podían quedarse en ese lugar si se demostraba que no habían asesinado voluntariamente.
Hoy todavía necesitamos una “ciudad de refugio” para escapar al juicio de Dios, no solamente por nuestras faltas involuntarias sino, sobre todo, por cada uno de nuestros actos de desobediencia a Dios.
El autor de estas líneas tuvo que reconocer un día que era culpable y que merecía la condenación divina. Su vida pasada era una sucesión de ofensas a Dios, y sus decisiones a menudo eran motivadas por el egoísmo y el orgullo. ¿Qué hizo? Aferrarse fuerte a «la argolla de salvación», es decir, a la mano que desde hace tanto tiempo Dios tiende a los hombres. Puso su confianza en Jesucristo, el Hijo de Dios, quien expió sus pecados, voluntarios e involuntarios.
Y usted, ¿ya se aferró a la argolla de salvación?