Mientras le practicaban la autopsia a monseñor Óscar Romero, arzobispo y defensor de los derechos humanos de El Salvador muerto con un tiro en el corazón el 24 de marzo de 1980, alguien le extrajo un pedazo de costilla.
Y la guardaron en una urna de plata con forma de crucifijo que este domingo se dejó a los pies de una imagen de la virgen en medio de la plaza de San Pedro, en Roma.
Cecilia Flores – una mujer que está viva, según la iglesia Católica, gracias a un milagro que Dios concedió por la intercesión de monseñor Romero – también estaba presente en la plaza, junto a su hijo Juan Carlos.
Estos tres elementos combinados –la reliquia y la madre y el hijo del milagro– eran fundamentales para que monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez se convirtiera en santo de la iglesia Católica, con una ceremonia multitudinaria en el Vaticano.
Y tuvieron que pasar 38 años desde su muerte, pero parece que valió la pena: por primera vez el corazón geográfico del catolicismo estaba colmado de gorras azules y bufandas blancas, que llevaban los miles de salvadoreños que llegaron a la capital italiana.
«¡Que viva monseñor Romero!«, tronaba la plaza y parecía que el país centroamericano, de apenas 21.000 km² y 6 millones de habitantes, era tan enorme como Rusia.
«¡Que viva!«, respondía la multitud y los aplausos hacían eco entre las columnas de San Pedro.
Uno de los que observaba aquella reunión temporal de los salvadoreños -los llegados desde el país para la ocasión y otros que son parte de la diáspora- era el sacerdote Rafael Urrutia.
«Estamos de fiesta. Ha sido un largo camino el que hemos recorrido, pero ha valido la pena», dijo Urrutia, con una emoción de niño en la cara.
El sacerdote fue una de las últimas personas que habló con Romero en vida y fue también quien, hace casi 30 años, postuló la causa para que la iglesia -que según él mismo le había dado la espalda al monseñor- lo declarara santo.
Más precisamente: para que lo declararan mártir santo. El primer arzobispo mártir de América Latina.
Carrera de obstáculos
La de este domingo no era una ceremonia más.
Horas antes de que el Vaticano se volviera una fiesta de feligreses azules y blancos, el padre Urrutia, que ahora es canciller del Arzobispado de El Salvador, intentaba refrescarse de una calurosa tarde romana bajo la sombra de una las fuentes gemelas de la plaza de San Pedro.
«Fue un proceso muy difícil. Tomó varios años para que la iglesia acogiera a Romero como santo», le dijo a BBC Mundo mientras se acomodaba una gorra negra con un eslogan: «Yo amo a Roma».
Urrutia -quien, de hecho, fue ordenado sacerdote por el ahora santo- fue el encargado de recolectar la información necesaria para demostrar que las prácticas religiosas del monseñor eran dignas de ganarle un lugar en los altares.
«Nos encontramos con bastantes obstáculos. El principal, creo, es que para la iglesia era difícil declarar mártir a alguien cuyos victimarios eran también católicos«.
La víctima y los victimarios se definieron en aquella tarde del 24 de marzo de 1980: el arzobispo oficiaba una misa y había acabado su homilía cuando un francotirador, que había llegado en un auto de capota roja, le disparó al corazón y le dio muerte en el mismo altar.
Tenía 62 años.
De acuerdo con la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas, las personas responsables por la muerte de Romero fueron miembros del ejército salvadoreño y sus escuadrones de la muerte, que habían sido creados durante la década de 1970 para acabar con lo que se consideraba una «insurgencia comunista» en el país centroamericano.
A esas fuerzas de represión Romero se opuso fervientemente, públicamente.
A medida que escalaba la tensión que desataría luego la larga y cruenta guerra civil salvadoreña, el monseñor usaba el altar como arena para denunciar la violencia paramilitar y la injusticia social.
Y esa postura crítica, opina Urrutia, «confundió a las personas encargadas de llevar adelante el proceso» de santificación de Romero y llevó a que se estancara largamente.
Las gestiones para volverlo santo se habían iniciado a comienzos de los 90, y fue en 1997 cuando la Santa Sede aceptó la causa. Y muchos analistas vaticanos señalan que fue bloqueado por una corriente conservadora dentro del clero.
«No me extraña que se haya tardado tanto. Tuvimos que demostrar que el proceder de monseñor no era guiado por un tema político, sino por la misión de la iglesia, que es entre otras cosas defender a los más necesitados», explicó el sacerdote.
Y nadie duda de que una de las personas que fue clave para destrabar el proceso fue el mismo hombre que este domingo lo declaró santo.
Ese hombre es el papa Francisco. Cuando regresaba de su viaje a Corea del Sur, en diciembre de 2017, reconoció que el caso de Romero estaba estancado, pese a que su antecesor, Benedicto XVI, también había tratado de impulsarlo.
«El proceso se encontraba en la Congregación para la Doctrina de la Fe, ‘bloqueado’ por prudencia. Pero ahora ya no está bloqueado y sigue su curso normal», dijo el Papa entonces.
Urrutia se ve sonriente mientras le caen en el rostro algunas partículas del agua que salpica desde la fuente.
«La muerte de Romero valió la pena sin duda. Porque no estábamos listos para un hombre como él en El Salvador, pero reconocemos ahora el legado que nos dejó», dijo con la misma expresión que tienen las personas que logran terminar una maratón, así no hayan llegado de primero.
Homilía
Cerca de una las barandas que dividen la plaza y que se despliegan para controlar el gentío en este tipo de eventos, estaban Maryori Moreno de Díaz y Norma de Alfaro, parte de un grupo de amigas intentando escapar del sol bajo unas bufandas con la leyenda «Monseñor Romero, obispo y mártir».
Vinieron desde San Salvador y pasearon por Italia con destino final, Roma, para ver a monseñor Romero santo.
«Es una bendición para un país como el nuestro tener un santo. Nuestro primer santo», dice Maryori.
Y estalla en llanto. Un fenómeno que ocurre con la mayoría de personas que conocieron a Romero y hablan de él ahora. Como si su muerte no hubiera ocurrido casi cuatro décadas atrás, sino el día anterior.
«Varias de nosotras nos gastamos los ahorros y hasta pedimos un préstamo para venir desde tan lejos, para ver cómo este Papa tan querido vuelve santo a nuestro monseñor«, dice Norma.
A diferencia de las grandes presentaciones que se guardan lo mejor para final, en San Pedro el Papa prefiere ir al grano y la ceremonia comienza con la lectura de la fórmula que declara santo a Romero:
«…et divina ope saepius implorata, ac de plurimorum Fratrum Nostrorum consilio, Beato Ansgarium Arnolfum Romero y Galdamez«, leyó Francisco en latín: «Habiendo visto el consejo de muchos de nuestros hermanos obispos nosotros declaramos y definimos santo y beato a Óscar Arnulfo Romero y Galdámez«.
La multitud quiebra la pompa litúrgica: hay vivas, aplausos, vivas de Maryori y Norma.
Justicia
Una homilía resaltó los valores del Romero santo, este domingo: su coraje. Y una homilía también, leída 38 años y cinco meses antes, lo había convertido en mártir.
Depende de cómo se cuente el tiempo, esta canonización comenzó para la mayoría de los salvadoreños que acudieron a Roma mucho antes de las 10 de la mañana que marcaba el programa oficial.
Para unos fue a las cinco de la madrugada. Para los más entusiastas, el día anterior.
José Cepeda estaba recostado contra la muralla que protege al Vaticano, a pocos metros de la Puerta de Santa Ana, donde varios guardias suizos vigilan la entrada oficial al microestado.
Eran las once de la noche del sábado y Cepeda ya estaba listo para acampar en la calle y ser de los primeros en ingresar a la plaza cuando abrieran las puertas, a las siete del domingo.
Él tenía 16 años cuando Monseñor Romero dio la homilía del 23 de marzo de 1980 en la catedral de San Salvador, en la que pronunció las palabras que -para muchos- le costaron la vida un día más tarde.
«Cuando estábamos jóvenes y escuchábamos que venía la policía o la guardia nacional, todos salíamos a escondernos. Monseñor fue el único que se quedó para enfrentarlos», dijo Cepeda.
Cepeda, que es médico, dejó el país en el año 2000 y se mudó al estado de Virginia, en EE.UU.
«La única manera de saber lo que estaba pasando realmente en el país era escuchando sus homilías a través de la radio«, anotó.
Desde que había asumido el arzobispado de San Salvador, en 1977 -nombrado precisamente por su compañero de tapiz en San Pedro este domingo, Pablo VI, también convertido en flamante santo- Romero había salido en defensa de los más pobres, que estaban siendo las víctimas inocentes de la represión que tenía en vilo al país.
Pero lo que llevó a Romero a pronunciar su ya célebre «¡Cese la represión!» fue una carta de varios soldados del ejército salvadoreño, que le decían que no querían cumplir con las órdenes de matar.
Lo que siguió es la historia de su martirio: a los ojos de la iglesia de Roma, es mártir todo aquel que muere defendiendo los valores y principios del catolicismo. Romero murió en la iglesia, cuando una bala calibre .22 le atravesó el corazón mientras oficiaba misa en la pequeña capilla del hospital Divina Providencia.
La Comisión de la Verdad que había establecido Naciones Unidas también dio nombres de los supuestos responsables de la muerte de Romero: el militar y fundador del partido ARENA, Roberto D’Aubuisson, como actor intelectual, y Marino Samayor Acosta como el autor material del asesinato.
D’Abuisson murió de cáncer en 1992 y los demás señalados como responsables no han sido juzgados por este delito.
«Lo escuché por ahí y me pareció lo más claro…», dijo Cepeda y se le salen las lágrimas a borbotones.
«Perdón, es que me da mucha rabia… Decía, como escuché una vez decir a alguien, primero llegó monseñor Romero al cielo que los culpables de su asesinato a la cárcel».
El milagro
El fervor popular ya había convertido a monseñor Romero en «el Santo de América», como se lo apoda: lo llevaban impreso en las camisetas miles de personas en la plaza.
Pero para conseguir la «condición oficial» en el santoral católico, fue necesario que se diera por válido un milagro, presentado para sustentar su causa.
Para ser santo se requieren dos, según la norma de la iglesia. Pero cuando se es un santo mártir, como en este caso, uno solo basta.
El de Cecilia Flores: la mujer que, según aceptó la iglesia, se curó del síndrome de Hellp (las siglas de Hemolysis, Elevated Liver Enzymes and Low Platelet count o Hemólisis, Enzimas Hepáticas Elevadas y Cuenta Baja de Plaquetas), una rara condición que la tuvo a las puertas de la muerte, sin que pueda explicarse científicamente cómo eso ocurrió.
Rebeca Salas intentaba hallar, antes de que comenzara la ceremonia, el mejor ángulo de la fachada de San Pedro para actualizar las fotos de la cuenta oficial de monseñor Romero en Instagram.
«Mi trabajo en El Salvador es ser la encargada de consignar y llevar el registro de los favores recibidos a través de la intercesión de monseñor Romero», dijo Salas a BBC News Mundo.
«Los casos van desde agradecer porque una batería para el carro costó veinte dólares menos por intercesión de monseñor, hasta el caso de Cecilia», añadió.
Cecilia, que estaba embarazada cuando se enfermó, en 2015, le pidió a Romero que intercediera para que Dios la salvara. A ella y a su hijo, que este domingo vivieron de cerca la canonización.
Salas recordó que, cuando se acercó a la iglesia a dar testimonio, el relato de Cecilia duró casi dos horas. Pero en un principio ella no lo quería dar.
Uno de sus mayores temores era justamente exponerse demasiado a las cámaras.
Para ella, que prefiere mantener el perfil bajo, lo más importante era que se reconociera que «quien va a quedar en el lugar que le corresponde es monseñor Romero y los milagros están para que el mundo los conozca», le dijo la mujer a BBC Mundo antes de su viaje a Roma.
La figura
La ceremonia continuó. Los fieles se pusieron más capas encima para escapar del sol. El entusiasmo de la madrugada cambió por la solemnidad de la eucaristía a la media mañana.
En la homilía, el papa Francisco resaltó el coraje de los nuevos santos para afrontar su vida.
No solo de Romero: hubo otros cinco canonizados este domingo, desde el papa Pablo VI a María Katharina Kasper, fundadora de la Siervas de Jesucristo, la hermana española Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús -muy recordada en Bolivia-, y los sacerdotes Francesco Spinelli y Vicenzo Romano.
Y eso es lo que más emociona a Manuel Meléndez, que estaba en la parte central de la plaza con toda su familia, cada integrante vestido con la misma camiseta tipo beisbolera con la foto de Romero en el pecho y la cabeza cubierta por sombreros de canuto.
«Fue un hombre que nos enseñó el coraje que da la fe», dijo.
Uno de sus hijos, que lleva su mismo nombre, lo interrumpe y aclara:
«Una de las cosas más importantes de que monseñor sea santo, es que ahora es de todos y no solo de una fracción del país«, señaló.
No hay una sola persona entre quienes vivían en El Salvador cuando murió Romero que no mencione el ataque por fuerzas del gobierno el día de su entierro, el 30 de marzo de 1980.
De acuerdo con los reportes, unas 40 personas murieron aquel día.
Para el periodista Carlos Dada -quien prepara un libro sobre el tema-, ése fue el comienzo formal de la Guerra Civil que desangró a El Salvador durante diez años.
Por eso la renuencia a hablar de la situación política del país.
«No queremos que Romero se vuelva un personaje político, porque el único bando que tomó fue por los pobres. Y su canonización es un asunto religioso, de su vida espiritual», reclamó Salas.
El papa Francisco concluye la ceremonia con un paseo en su Papamóvil a ritmo lento por las calles creadas entre vallas en la plaza, donde los feligreses estallan a su paso en aplausos.
Apostadas contras las barreras de seguridad están Maryori y Norma.
«Ahora tenemos santo, qué emoción», dijo Mayori con una sonrisa enorme, mientras eleva una estampa donde se lee «San Óscar Arnulfo Romero, Obispo y Mártir».
«Y uno bien milagroso, vea», añadió Norma.