Durante años he trabajado con palabras; difíciles, diferentes, agudas, abstractas, comunes, eruditas y corrientes. Tengo en mi mesa de trabajo miles de palabras que he conocido a lo largo del tiempo escudriñando libros, escribiendo novelas, escuchando conferencias y leyendo artículos de prensa. La razón esencial por la cual leo libros es porque todo el tiempo, a toda hora, estoy buscando nuevas palabras. Mi apetito por las palabras nunca se sacia.
Las hay hermosas y cantarinas como oropéndola, hay palabras maravillosas como opalina, guardabarrancos y acantilado. Me ponen la piel de gallina palabras tan sutiles como lezna, terciopelo y tiramisú. Hay palabras antiguas tan imponentes y elegantes como catapulta, cañón, galera, alabarda, espada, pergamino, palacio y catedral.
Pero, los mejores ramilletes de palabras hermosas uno las encuentra en la enfermiza nostalgia de la poesía. Ahí las palabras se pueden comparar con las manos y con las uvas, ahí las fragancias del amor se hacen tangibles y el corazón se derrite entre las puntas afiladas de la seducción. Con el paso de los años fui aprendiendo que no hay angustias, si no, palabras ahogadas en la sima del silencio temeroso.
Con el transcurrir del tiempo, entendí que hay palabras curativas, palabras que despiertan y palabras que reviven. He sido testigo ocular de cómo una palabra dicha en el momento oportuno ha puesto a alguien en la senda de la victoria. Con palabras poderosas sabiamente elegidas, expresadas en el momento indicado, podemos levantar al derrotado, alumbrar al que va ciego y cicatrizar las heridas incurables del amargado.
¿Dónde están las palabras? en todas partes, en los mercados, en los zocos, en las romerías, en las ferias, en los campos, en los caminos, en las tiendas, en los ateneos, en las escuelas y en los gentíos. Las palabras van, vienen, migran, vuelven, desaparecen, reaparecen, suenan, callan, silban, viajan y retornan cada vez más deslumbrantes.
Pero eso sí, las más bellas palabras, las más perfectas, las más exactas, las que valen oro y son buscadas como diamantes, esas, están escondidas en los yacimientos de los libros. Los hombres más ricos del mundo son aquellos que buscaron sus tesoros en los libros.
Por: César Indiano