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A cuatro años de la muerte de Diego Maradona, la ausencia que más sentimos

Aquella imagen lastimosa y fatal domina el recuerdo cual pulsión de la tristeza. Fue la última vez que lo vimos. Resultará imborrable aquel 30 de Octubre de 2020 pues era su cumpleaños número 60 y los hinchas de Gimnasia y Esgrima aturdían el espacio con un cálido canto de feliz cumpleaños que escucharía confusamente y por última vez.

Diego era una mueca decrépita y final que se esforzaba por llegar hasta la mitad del campo de juego donde se cumpliría con el acto de homenaje a tanta gloria. Iba tomado del brazo derecho por Christian Jorgensen, un solidario profe que le asignó Gimnasia para las horas de trabajo de Diego con el club y del izquierdo por un custodio personal -un agente penitenciario- de los tantos contratados que lo cuidaban las 24 horas por orden de quienes manejaban sus intereses.

Como olvidar aquella tarde si se presentía que ese paso claudicante, esa cara ovoidal de pronunciada deformación, ese balbuceo inentendible nos devolvía la imagen de un espectro abismal; ya no era Diego, siquiera se parecía a su sombra…

Hoy se cumplen cuatro años de su muerte, apenas 25 días después de aquella doliente y póstuma aparición. Fue en oportunidad de un partido oficial frente a Patronato que obviamente no pudo seguir desde el banco pues tras la ceremonia de estricta obligación comercial- llevada a cabo en la mitad del campo- clamó por ser llevado de regreso al country Campos de Roca, en Brandsen, donde habitaba.

Siempre intuí que en la celebración nocturnal de aquel significativo cumpleaños, el de los 60, Diego despertó a una realidad resistida hasta entonces: estaba rodeado por una multitud que no representaba nada para sus sentimientos. Mucha gente elegante, excelente comida, distinguido champagne, mucho glamour, camareros enguantados, custodios por doquier para que nadie lo molestara –en su mayoría hombres recios del Servicio Penitenciario Provincial- pero ninguno de sus amores, nadie que estuviese alojado en su corazón maltrecho. Por cierto que no tendría a su lado como siempre tuvo a Doña Tota ni a Don Diego para prolongar en besos y abrazos su manera de expresar el cariño. Estaba resignado a sus ausencias.

Pero ¿y su ex mujer Claudia, y sus otras compañeras de vida , y sus hijos, y su nieto…?. ¿Nadie de sus afectos junto a él esa noche? No había ni manos amigas, ni rostros de glorias compartidas; no aparecían los queridos compañeros de equipos ni tampoco alguno de los amigos que hacía tanto no veía…¿Es que nadie quería celebrar con él, nadie quería abrazarlo o a Diego lo habían blindado tan sutilmente que ni el mismo lo advertía? Pudo haber sido esa noche, la de los 60, que entre tantas caras extrañas Maradona, esa celebridad mundial, el autor del mejor gol de la historia, el ídolo de los argentinos, el Dios de los napolitanos, el gran capitán hubiese despertado a una realidad: transitaba la vida en soledad.

Y cuantas más personas lo rodearan mas soledad sentía. Resultaría pues bastante admisible que fármacos y alcohol se transformaran en el coctel de nuevos y graves episodios de salud con una intervención quirúrgica –aún judicializada por lo controversial, en los tribunales de San Isidro – hasta atravesar la línea de la finitud de la vida. O dejar que la muerte ingresara a esa vivienda inadecuada para sus requerimientos del barrio San Andrés en Villanueva, partido de Tigre, alquilada de urgencia y tutelada – como todo lo concerniente a Diego en sus últimos ocho años- por su abogado Matías Morla.



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