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Cardenal Rodríguez: «El amor y la comunión es un dinamismo que rompe el aislamiento»

La Homilía de este domingo fue dirigida por el cardenal Óscar Andrés Rodríguez en la capital.

El Cardenal Rodríguez se refirió a la celebración del Día de la Virgen de la Santísima Trinidad.

Cada 26 de mayo la Iglesia Católica celebra a Santa Mariana de Jesús, santa ecuatoriana conocida como ‘la Azucena de Quito’ y que fue canonizada por el Papa Pío XII.

San Juan Pablo II dijo de ella: «Su pobreza da testimonio gozoso y creíble de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano, contesta la idolatría del dinero y se hace voz profética en medio de la sociedad».

El Padre vela por todos sus hijos

Mariana de Paredes Flores Granobles y Jaramillo nació en Quito (Ecuador) en 1618. Desde pequeña evidenció la delicadeza de su alma, dulce, pudorosa y modesta. Penosamente, había quedado huérfana desde muy pequeña -con solo cuatro años- y quedó al cuidado de su hermana mayor, ya casada.

Mariana mostró talento para la música, así como para coser, tejer y bordar. Le gustaba aprender y jugar como cualquier niña. Y, junto a esos dones y habilidades que adornaban su ser, solía retirarse, cada vez que podía, a orar en algún rincón de la casa y practicar alguna penitencia.

Después de recibir la Primera Comunión, Mariana tuvo sus primeras mociones espirituales. Era tan grande el amor a Jesús que le brotaba del corazón que hizo voto de castidad perpetua, al que posteriormente añadió los de pobreza y obediencia. Unos años más tarde, con la orientación de sus directores espirituales, fue comprendiendo que Dios no la quería en un monasterio.

Así que la jovencita dispuso un espacio cerrado en una parte de su casa, donde oraba, ayunaba y hacía penitencias por el perdón de los pecados. La mayor parte del tiempo la pasaba en silencio, hallando su refugio en Cristo. Y sólo salía para ir a la iglesia en las mañanas. Así transcurrió su adolescencia y su juventud.

Su misión: la oración y el consejo

Su apostolado se centró en la oración por el prójimo, por aquél que necesita de Dios. Algunas personas empezaron a buscar en ella consejo y aliento. Con su ayuda muchos obtuvieron la paz que buscaban y pronto empezaron a presentarse las primeras conversiones.

Por sugerencia de su confesor, Mariana se hizo terciaria de San Francisco de Asís. Además, se consideraba discípula espiritual de Santa Teresa de Ávila y, al mismo tiempo, se sentía hija de la Compañía de Jesús.

Alguna vez, Mariana de Jesús, empezó a frecuentar una misa que solía ser celebrada por un sacerdote con dotes de gran orador. Curiosamente el histrionismo del cura no se prestó a ninguna crítica o advertencia de esas que manda la prudencia. Por el contrario, llamaba a todos al halago y la lisonja. Entonces, Mariana decidió tomar cartas en el asunto y, prevenida por la vanidad del sacerdote, se acercó a él y lo encaró después de uno de sus “brillantes” sermones. Sus palabras fueron dardo que dio en el blanco: «Mire, Padre, que Dios lo envió a recoger almas para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo». Así, el clérigo quedó evidenciado en sus pretensiones mundanas y dejó de buscar estimación para sí.



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