En los domingos anteriores hemos escuchado en el evangelio, que Jesús se encontraba cercano a la fiesta de la Pascua, esa referencia nos calza bien a nosotros porque así nos encontramos, el otro domingo iniciamos la Semana Santa. La Palabra de Dios de hoy y de los días siguientes, nos inducen al misterio de la Pascua, a través del contraste entre el morir y vivir.
Jesús habla de su muerte, nosotros la proclamaremos, Él la ve venir, pero no la presenta como un monstro devorador. Sabe que es un reino de tinieblas y laceración, más aún la contempla como un parto doloroso, que encierra en sí mismo un misterio de fecundidad y resurrección. Hoy utiliza la imagen de la semilla que cae en la oscuridad de la tierra: los comentadores de los primeros siglos de la Iglesia veían aquí una alusión simbólica a la encarnación del Hijo de Dios que entraba en el horizonte tenebroso de la historia.
En el terreno parece que la energía de la semilla está condenada a apagarse; en efecto, la semilla se marchita y muere. Pero de pronto, aparece la eterna sorpresa de la naturaleza: aquella semilla que murió a un determinado momento, permitió que de su misma muerte apareciera el germen de una nueva vida. Al pasar por ese camino estrecho que lleva a la muerte, sabe que sólo así podrá conducir a la humanidad como líder que va a la cabeza del grupo, a la gloria de la salvación. En efecto, así como la semilla que, muerta, ha producido la espiga, así Cristo crucificado “ha atraído a todos hacía sí”. Toda la humanidad, converge con Cristo hacia lo alto, hacia la gloria, hacia la vida, hacia lo eterno.
Allí está el valor del por qué había que levantar el madero de la cruz. En efecto, el vértice está en aquel misterioso de morir, acompañado por todos los sufrimientos de la tierra, pero único y desconcertante en Cristo, el Hijo. El odio de los hombres se desencadena, el temor de los amigos prevalece, el silencio de Dios desconcierta. En Jesús se encuentra, pues, todo el acontecimiento del dolor humano. Él reúne en sí todas las lágrimas y todas las laceraciones físicas e interiores para llevarlas a Dios y darles un sentido que sólo en Dios puede encontrar. Para ello, ve en la cruz el camino hacia ese destino de resurrección, considerándose a sí mismo como el que renuncia a su propio yo, para darse en rescate de todos. Permitámosle al Señor que esa realidad nos toque de cerca a todos y cada uno de nosotros, para experimentar la hermosura definitiva de su salvación al elevarse en el madero de la Cruz.