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Murió a los 100 años Henry Kissinger, alma y cerebro clave de la política exterior de Estados Unidos

Durante más de medio siglo fue el artífice de la política exterior de Estados Unidos a la que le imprimió su sello. Alternó el rol de negociador fino y moderado con el de matón de barrio, como lo calificaron sus críticos; si buscó, o intentó hallar, la paz en Medio Oriente y en Vietnam, si es verdad que en los años 70 abrió las relaciones americanas con China y de alguna forma puso a ese gigante en el mapa del mundo para contrarrestar la creciente influencia soviética; si en el ya avanzado otoño de su vida hizo exactamente lo contrario, y si también es verdad que se reveló como un estratega que impuso su sello a más de medio siglo de convulsiones políticas, sociales y militares, también es cierto que, en cambio y con un inexplicable desprecio, alentó, avaló, justificó y hasta aplaudió las más violentas y sangrientas dictaduras en América Latina, un continente que puso y dejó en manos de la CIA en aquellos años en los que se dedicó a Vietnam, a China y a los dos Orientes, el cercano y el lejano.

Su muerte, seis meses después de haber complido 100 años, fue anunciada la noche de este miércoles por su firma consultora en un escueto comunicado sin mayores detalles: “El Dr. Henry Kissinger, un respetado académico y estadista estadounidense, murió hoy en su residencia en Connecticut”.

Fue hijo dilecto de la familia Rockefeller, que fue la que costeó su carrera universitaria en Harvard, y a la que supo rendir tributo: fue bajo el influjo de Kissinger que Nelson Rockefeller llegó a ser vicepresidente de los Estados Unidos entre 1974 y 1977. Como secretario de Estado, hasta su llegada a ese cargo, fue asesor de Seguridad Nacional del gobierno de Richard Nixon, concibió un mundo equilibrado, pero con Estados Unidos como potencia regente de ese equilibrio; a su modo, ayudó a hacer un poco menos peligrosos y duros los ya de por sí duros años de la Guerra Fría y lidió con la extraña psicología de Richard Nixon, que lo tuvo como mano derecha en los tormentosos años de sus dos presidencias, cortadas al sesgo por el Caso Watergate. Después de dejar la Casa Blanca fue hombre de consulta y de decisión: varios de los presidentes que siguieron a Nixon, en especial los dos Bush, padre e hijo, lo buscaron como guía y hasta como consuelo, Bush hijo, cuando Al Qaeda abatió las Torres Gemelas de New York, el 11 de septiembre de 2001.

Fue el poder detrás del poder, un estadista frío y calculador, de profundos odios personales como el que expresó siempre hacia el socialista chileno Salvador Allende, al que contribuyó a derrocar y que mantuvo aun después de la muerte de Allende en el Palacio de la Moneda en 1973. Tal fue su éxito personal en solventar aquel sangriento golpe que abrió las puertas en Chile a la dictadura de Augusto Pinochet, que a los pocos días de la caída de Allende, Nixon lo hizo secretario de Estado. Pasarán años antes que el tiempo y sus matices borren la huella profunda, y quién sabe si no indeleble, que Kissinger dejó en un país que no lo vio nacer, pero que sin embargo lo hizo uno de sus ciudadanos y políticos predilectos.



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