Si los reos tienen sed, toman su vaso de plástico y se sirven de uno de los dos bidones con agua potable que comparten en una celda comunal para 60 o 70 hombres.
Tatuados, aseados, rapados y uniformados de blanco impoluto con camisetas y pantalones cortos de algodón y unas sandalias tipo Crocs es la estética de los pandilleros una vez que entran a la cárcel y son separados de las armas, los aretes y su organización.
Están obligados a ser limpios y ordenados, y a mantener el lugar igual. Sin hacer bulla pasan los 1.440 minutos que tiene un día entre los barrotes de la megacárcel que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, mandó construir para los integrantes de bandas criminales a las que atribuye haber sembrado el país de miedo, inseguridad y muertes. Están allí condenados o en espera de juicio.
No pueden salir de su celda. Salvo que vayan a regulares exámenes médicos para los que esperan sentados en el suelo con las manos en la espalda con bridas. O que se unan a las sesiones de terapia, dirigidas por reos de confianza traídos de otras prisiones, en las que rezan, leen y estiran sus extremidades como si fuera una clase de yoga.
Si quieren hacer ejercicio, correr o una serie de abdominales, tienen que buscar un hueco en la misma celda que solo dispone de dos piletas para bañarse, dos inodoros y los dos bidones de agua para beber. En filas de cinco literas metálicas y tres pisos duermen o pasan el día. Sin sábanas, mantas ni almohadas.
Menos es más en el Centro de Confinamiento del Terrorismo al que el gobierno salvadoreño llevó a un grupo de periodistas independientes y afines al ejecutivo para la primera visita permitida a las instalaciones. Allí no van nada más que los custodios. Ni los familiares de los reos tienen permitido el acceso.
“Aquí estamos pasándola, nos tratan bien, tenemos comida; no es lo que quisiéramos, pero comemos”, dijo a los periodistas Melvin Alexander Alvarado, de 34 años, “un soldado” de la pandilla Barrio 18 Sureños, al que le permitieron hablar con el grupo de visitantes.
Como una suerte de isla en medio de la nada, en un campo agreste que algún día estuvo sembrado de caña de azúcar, se erige la megaprisión. Una verdadera fortaleza a 74 kilómetros de San Salvador, en un perímetro perfilado por un muro de concreto de más de 11 metros de altura y 2,1 kilómetros de extensión protegido por alambradas electrificadas.
No hay señal telefónica a dos kilómetros a la redonda.
Para llegar, una sola carretera. Primer retén: dar el nombre y aparecer en la lista de permitidos. Segundo retén, ya con los vigilantes con la cara cubierta: identificación e indicaciones para estacionar el vehículo. Al gran portón metálico de entrada se llega caminando.
Una mujer recibe a los redactores, fotógrafos y camarógrafos en una sala con aire acondicionado. Como en los controles de aeropuerto, fuera carteras, llaves y cualquier otro objeto metálico de los bolsillos.