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Una infancia triste, duchas frías para “hacerse hombre” y una amante eterna: el largo camino de Carlos para ser rey

El rey que fue coronado hoy jamás se rebeló. Mala señal para un príncipe. Fue paciente, lo que bien mirado es una virtud. Fue el Príncipe de Gales más longevo, durante sesenta y cuatro años, y el hombre que más esperó por ser rey frente a la reina que más tiempo reinó en Gran Bretaña: Isabel II, su madre.

Tuvo una infancia sombría, tallada por un padre, el príncipe Felipe de Edimburgo, que intentó moldearlo a su imagen y semejanza, lo que siempre es un espanto; fue un chico inseguro, débil, acosado por sus compañeros de clase que se burlaban de su físico, lo llamaban “gordito”, y de sus orejas grandes que además de burlas, inspiraban fuertes tirones en los scrum de rugby donde Carlos nunca destacó.

Amó a una mujer, Camilla Parker Bowles, pero se casó con otra, Lady Diana Spencer, con la que tuvo dos hijos, uno es su heredero en el trono de Inglaterra; recién a una alta edad, cumplirá setenta y cinco años en noviembre, en 2005, se casó con Camilla que ahora será reina, una gracia última concedida por Isabel II que consagró así la felicidad de su hijo, un gesto de afecto que un tuvo nunca para con Lady Di.

Carlos modeló, y le modelaron, una personalidad que hoy describen como exigente, irascible, petulante y afectada: no parece la ideal para un rey del siglo XXI, cuando las monarquías tienden a dejar de lado boato y esplendor y convertirse, si eso es posible, en algo más plebeyas. Por lo pronto, la pompa y circunstancia que rodearon hoy a la ceremonia en la Abadía de Westminster, donde hace ocho meses despidieron los restos de la antigua reina, desplegó todo el esplendor de las viejas tradiciones, porque para eso están las tradiciones. El gran enigma es cómo será a partir de hoy el rey Carlos III, cómo será su reinado y qué y cuánto lo va a diferenciar del viejo Príncipe de Gales, un cargo que ahora ostenta su hijo el príncipe William.

Charles Philip Arthur George Mountbatten Windsor, el hoy rey que nunca se rebeló, podría acaso, de haberlo leído, citar a Borges: “Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. En cambio sí podría citar a otro desdichado, el príncipe Hamlet, porque Carlos sí leyó a Shakespeare y lo representó en actos estudiantiles; tal vez haya dicho en el escenario, la terrible frase que ese príncipe dice a su madre Gertrudis, y que acaso Carlos jamás dijo a su madre. Isabel: “Lo que yo llevo dentro no se expresa. Lo demás, es ropaje de la pena”.

El príncipe que nunca fue rebelde tiene un reino que manejar y una familia que domar. Su mujer, Camilla, es la única que puede contener sus afanes, caprichos y enojos. Será el poder detrás del trono. Su hermano Andrés está envuelto en un escándalo sexual por haber mantenido relaciones con una menor del entorno del delincuente sexual Jeffrey Epstein quien, dicho sea de paso, en 2019 cometió la delicadeza muy oportuna de morir en su celda neoyorquina. La reina Isabel desembolsó más de siete millones de dólares para apagar la causa judicial que amenazaba a su hijo, que según las buenas lenguas, era también su preferido.

El otro trastorno del flamante rey es su hijo menor, el príncipe Harry que sí se rebeló y amenaza, desde su tronera solitaria, la estabilidad de la monarquía y de la feroz sociedad secreta que conforma la burocracia del Palacio de Buckingham. Es probable que el príncipe Harry, que lo es de Sussex, crea que su madre no debió morir en París aquel 31 de agosto de 1997, en un accidente con su auto en el túnel del Pont de l’Alma, en la margen norte del Sena, mientras su chofer intentaba huir de los paparazzi. ¿Sospechará el príncipe, un nuevo Hamlet tal vez, de algo más oscuro en la muerte de su madre?

En todo caso, publicó un libro revelador, penetrante y escandaloso que retrata con fría precisión los laberintos de palacio, la interna de una monarquía que su padre, a partir de hoy, tratará de evitar que caiga en el barranco, denuncia la discriminación racista que sufrió su mujer, Meghan Markle, con quien tiene dos hijos, y el doloroso proceso que lo llevó a él mismo a abdicar de ser miembro de la familia real.

¿Cómo se forjó la personalidad del hoy rey de Inglaterra? Nació en el Palacio de Buckingham el 14 de noviembre de 1948 cuando su madre, que tenía entonces veintidós años, y era princesa en el reino de Jorge VI. A las dos horas de haber nacido, envuelto en sábanas blancas y en una cuna sencilla, fue expuesto a la curiosidad de la corte junto al trono vestido de terciopelo rojo, el mismo que hoy ocupa como rey. Ese día el mundo entero empezó a mirarlo y ese escrutinio no cesó hasta hoy. Lo bautizó el arzobispo de Canterbury con agua del Río Jordán, en la Sala de Música del palacio y en la misma pila en la que habían sido bautizados todos los hijos de la reina Victoria. Lo criaron niñeras porque su madre viajaba con frecuencia a Malta, donde servía su padre, Felipe de Edimburgo, oficial de la marina británica.

Fue Felipe quien tomó a su cargo la educación del futuro rey. Era un tipo brusco, enérgico, sin muchas ideas sobre el cómo de la crianza, como sucede con todo padre primerizo. Si algo tenía claro Felipe, era que no quería que su hijo fuese un debilucho. Esas certezas suelen ser desastrosas e inútiles. En 1952, cuando su madre se convirtió en reina, Carlos, que tenía tres años, vio la pesada ceremonia de coronación, similar a la que vivió hoy, sentado en Westminster junto a la reina madre, Isabel, y a su tía Margarita, hermana de la flamante Isabel II.

Fue un chico solitario, invadido y lacerado por la nostalgia, que lloraba a solas o abrazaba un oso de felpa que era su único consuelo. Pasó en soledad las enfermedades de infancia, y tenía una salud frágil, porque sus padres estaban de viaje cuando el sarampión, o porque no fueron a visitarlo cuando una muy contagiosa gripe asiática contra la que ambos, Isabel y Felipe, estaban vacunados.

La reina era consciente de cómo enfrentaba su hijo aquella pesada infancia, pero tal vez pensara que así se hacen los reyes. En 1958, cuando todo lo que podía desear Carlos era dejar su timidez de lado y ser tratado, si era posible, como un chico más de Cheam, su madre lo nombró príncipe de Gales, título que se sumó con la responsabilidad que implicaba al resto de los cinco títulos nobiliarios que ya cargaba sobre los hombros. Era bueno en lectura y escritura, malo en matemáticas, apuntaba al humanismo, gustaba de la música y en Cheam rozó la satisfacción cuando pudo subir a un escenario para personificar al malvado, deforme y cobarde, siempre según Shakespeare, rey Ricardo III. Hizo una genial creación a sus trece años, fue en 1961. Sus padres no lo vieron: estaban de viaje en Ghana.

El acoso escolar a Carlos se hizo mayor, sus amigos de entonces, muy pocos, no lo vieron reaccionar jamás. Nunca se defendió. En las noches, en los dormitorios, los vapuleos eran mayores. Carlos sí confesaba sus males en cartas a su familia, en las que lloraba por escrito las lágrimas que no derramaba, o al menos no tan seguido, en Gordonstoun. Si hubo algún bálsamo en aquellos años fue la música. Se había iniciado en ella gracias a su abuela, que lo había llevado a ver un concierto de la gran violoncelista Jaqueline Du Pre, en los años en los que era la mujer de Daniel Barenboim. Carlos quedó impresionado por la profundidad y la riqueza del cello, también por la calidad y emotividad de Du Pre. Escuchaba a Beethoven, que no está mal, a Mozart, que está mucho mejor, a Vivaldi, que siempre ayuda. Decía que “La infancia de Cristo”, de Berlioz, lo hacía llorar.

Su mamá, la reina, consciente de tanta infancia solitaria, le enseñó a montar a caballo. Carlos perfeccionó estilo, hábito y talante y se convirtió en un buen jugador de polo, como su padre. Y si bien cayó varias veces de sus cabalgaduras, con el riesgo que para la corona tenía semejante práctica deportiva, el príncipe hacía lo necesario para agradar por fin a papá y a mamá, para demostrarles que no era ningún debilucho. Aislamiento, soledad, acoso escolar, ositos de felpa, duchas heladas, rigor, severidad y acritud, le regalaron, porque hay que sobrevivir a eso, un humor de sepulturero, ácido, corrosivo y un poco feroz del que hace gala aun en estos años de madurez.

A los veintiún años fue investido como príncipe de Gales y dos años después empezó su carrera militar; piloto de aviones a reacción, miembro de la Royal Navy, piloto de helicóptero en 1974 en el escuadrón naval del portaaviones “HMS Hermes” y comandante del cazaminas costero “HMS Bronington”. Tal vez haya sido en el duro ambiente militar donde el hoy rey encontró paz y sosiego porque era juzgado por sus méritos y no por ser quien era, que al fin y al cabo era todo cuanto ansiaba aquel chico que acababa de dejar atrás.

Carlos conoció a Camilla en 1971. Cómo, es materia de versiones. La primera dice que fue en un partido de polo y que ella tomó la iniciativa. No parece extraño: la impresión que rodea a Camilla es que es hoy una mujer de carácter templado en su juventud. La segunda versión dice que los presentó una amiga común, Lucía Santa Cruz, que conocía al príncipe desde que estudiaron juntos en Cambridge. Las lenguas de palacio juran que fue Lucía quien enseñó al príncipe los rudimentos del sexo y del amor. Pero en palacio hay lenguas para todo: las hay buenas, malas, largas, cortas, bífidas, ágiles, reposadas, bucólicas, contemplativas: es así desde los tiempos de Enrique VIII. Hay un dato cierto: Lucía vivía en el piso superior al de Camilla y ambas eran amigas.

Carlos y Camilla, él tenía veintiún años y ella veintitrés, salieron algunas noches, furtivos y casi clandestinos. Pero como suele suceder (en un cuento admirable el gran Ray Bradbury dice que siempre queremos a alguien que no nos quiere, o alguien nos quiere cuando nosotros no lo queremos), Camilla estaba encaprichada, también eran novios, con un muy apuesto oficial del ejército, Andrew Parker Bowles que, de nuevo las lenguas de palacio, le había sido infiel nada menos que con la princesa Ana, hermana de Carlos. Son rumores de radio pasillo y así hay que tomarlos. Buckingham, según se mire, es un lugar muy chico: todos se conocen. Si la realeza británica se moviera en un ámbito como el estadio de Wembley, con capacidad para noventa mil personas, las relaciones serían otras. Pero Buckingham y la nobleza son un pañuelo.



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