Algunas enfermeras de Birmania dirigen clínicas improvisadas a escondidas de la junta gobernante para atender a pacientes de covid-19 y combatientes de la resistencia, con medicamentos que pasan de contrabando por los controles militares.
Ellas siempre están listas para huir porque los trabajadores de la salud están en la línea de frente de un movimiento civil contra el golpe de febrero y la represión de la disidencia, que ha dejado más de 1.300 muertos, según un grupo local de monitoreo.
Un boicot de instituciones gubernamentales dejó a muchos hospitales sin personal, y la junta arrestó y mató a numerosos trabajadores de la salud que protestaban, según grupos de derechos humanos.
Aye Naing, un nombre asumido, dejó su empleo en un hospital público y en junio comenzó a trabajar como voluntaria en el estado de Kayah, en el este, donde se han dado numerosos choques entre militares y combatientes antigolpistas.
«Cuando comienzan los combates tenemos que correr y escondernos en la selva», contó a AFP en una clínica oculta en una escuela abandonada debido a los combates cerca de la localidad de Demoso.
Tras una devastadora ola de covid-19 en junio y julio, con hasta 40.000 casos diarios, la junta dijo que los contagios cayeron a 150 por día y que no se han detectado casos de la variante ómicron en Birmania.
Sin embargo, el deficientes sistema de salud realiza pocas pruebas.
En Kayah, alrededor de 85.000 personas han sido desplazadas por la violencia, según el Alto Comisionado de la ONU para Refugiados, y muchos están aglomerados en campamentos donde las infecciones se propagan fácilmente.
La mayoría de los pacientes de Aye Naing son familias desplazadas y combatientes de las Fuerzas de Defensa Popular (FDP), una milicia que ha brotado en todo el país para luchar contra la junta.