El virus de la inmunodeficiencia humana en su estadio final, el sida, ha matado a 40 millones de personas desde 1981, más de 60.000 en España. Aquella enfermedad sin nombre que atacaba a gais y toxicómanos es hoy una dolencia crónica que bien tratada permite una vida normal. Sin embargo, aún no existe vacuna eficaz y se mantiene el estigma de los que viven con ella.
Loli, Antonio, César, Javier, Álex, Antonio, Rosa y Fley viven con el VIH agazapado en sus células, pero no morirán de sida. Toman cada día una pastilla de antirretroviral. Y pronto será una inyección cada seis meses. Mientras mantengan esa rutina, nunca alcanzarán el estadio sida, es decir, la fase definitiva de la infección, en la que el virus destruye el sistema inmunitario y deja a los portadores indefensos ante las mínimas infecciones. Y al final de ese proceso, que dura entre 5 y 10 años, acaba con sus vidas con un gran dolor y estigma social, como ha ocurrido desde 1981 con 40 millones de personas en todo el mundo: un millón por cada año de pandemia.
Cuarenta años después de los primeros casos, más de 10 millones de personas siguen sin recibir tratamiento en África, Asia y Latinoamérica; hay cada año un millón y medio de nuevos seropositivos y fallecen otros 800.000. Y sin embargo el VIH parece algo del pasado; ya no es un tema de conversación ni causa alarma, pero sigue matando. Según todas las cifras, en Occidente afecta a hombres que tienen sexo con hombres sin protección, y en los países en desarrollo, a heterosexuales. La humanidad ha creado fármacos eficaces para mantenerlo a raya, incluso una terapia preventiva para no contraerlo durante las prácticas sexuales de riesgo (la llamada profilaxis prexposición, PrEP), pero aún carecemos de una vacuna que adiestre a nuestro sistema inmunitario y venza al virus. Se han ganado batallas, pero cuatro décadas más tarde no se ha logrado borrar el sida de la faz de la Tierra.
Loli, Antonio, César, Javier, Álex, Antonio, Rosa y Fley son conscientes de que no pueden abandonar su medicación. Les acompañará de por vida. En caso contrario, el virus, latente y agazapado en los llamados reservorios de su organismo, se despertaría y sería detectable en su sangre en un par de semanas. Y a partir de ahí avanzaría inexorable. “No los curamos”, afirma Roger Paredes, médico del servicio de enfermedades infecciosas del Hospital Can Ruti, de Badalona (en cuya unidad atienden a 3.500 personas con VIH), “pero los acercamos cada vez más a la curación”. Algunos expertos, como la doctora Julia del Amo, directora del Plan Nacional sobre el Sida, pone fecha a esa esperanza: “Nos quedan 10 años para la eliminación del VIH como amenaza”.
—¿Cómo acabamos con la pandemia?
—Estamos obligados a diagnosticar precozmente al 95% de los casos (en España lo hacemos solo con el 87%); tratar con antirretrovirales al 95% de ellos, y que el 95% de esos pacientes haga bien el tratamiento y presente una carga viral indetectable. Esa es la hoja de ruta para 2030 según Onusida, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida, creado en 1994.
El doctor Santiago Moreno, jefe del servicio de enfermedades infecciosas del Hospital Ramón y Cajal, de Madrid (que atiende a más de 3.000 personas con VIH), añade un cuarto elemento a la ecuación: “Conseguir que la persona infectada tenga una buena calidad de vida, y con calidad me refiero a la desaparición del estigma y el rechazo a los infectados de VIH, como ocurría en otros tiempos con los enfermos de tuberculosis o de lepra”.
Cuarenta años después de que el sida apareciera en escena, Loli, Antonio, César, Javier, Álex, Antonio, Rosa y Fley son, simplemente, enfermos crónicos, como otros 120.000 infectados que reciben tratamiento antirretroviral en España (la factura de su terapia cuesta anualmente al Estado más de 800 millones de euros) y 28 millones en el mundo. Su existencia es convencional. Van un par de veces al año a consulta, se les realiza un estrecho seguimiento (incluso geriátrico, psicológico y social) y tienen una esperanza de vida similar a la de un paciente con diabetes o hipertensión. Y no transmiten el virus. No tienen que esconderse, mentir ni pedir perdón. Están limpios. Si les efectuáramos un análisis de sangre, el virus no aparecería por ningún lado. Sería indetectable y, por tanto, intransmisible. Sin embargo, está integrado en algún lugar remoto de su organismo donde la ciencia hoy no llega.
Pueden ser peluqueros (como Álex), deportistas (como César), maestros (como Javier), enfermeros (como Antonio) o estudiantes (como Fley). Pueden practicar el sexo sin preservativo; y ellas, quedarse embarazadas y parir con seguridad: sus hijos no correrán peligro, como ocurría hace tres décadas con las mujeres con VIH, cuando un tercio de sus niños venían al mundo infectados. Hoy, por protocolo, se hace un test serológico en España a todas las embarazadas. Y, de resultar positivas, se las medica en el acto. Pero hace pocos años era un oprobio añadido a las mujeres con VIH, muchas menos en España que los hombres (en torno a un 20%), pero más invisibles, aisladas y despreciadas. Muchas fueron infectadas por sus parejas. Algunas llevan décadas sin confiárselo a nadie.
Loli Fernández, de 56 años, recuerda la primera vez que fue al médico tras recibir su diagnóstico en 1990 y cómo este le espetó: “A ver, ¿a qué drogas estás enganchada?”. “Y no me metía nada; era mi marido, que sí las había probado por vía intravenosa, el que me había transmitido el virus. Para el médico, yo era directamente puta o yonqui. Y estaba sentenciada a muerte. Ese era mi horizonte. Mi hijo era muy pequeño, y no fui capaz de contarle lo que me pasaba hasta que tuvo 18 años. Todo eran mentiras. Me costó mucho hacerlo público, pero lo hice, porque de lo que no se habla no existe”, dice.
—¿Cómo vivió su maternidad?
—Yo ya tenía a mi niño cuando me diagnosticaron y no tuve más. La maternidad ha marcado a las mujeres con VIH. Te decían que, si traías hijos al mundo, eras una irresponsable, una loca. La sociedad te obligaba a renunciar a ser madre. Y ahora, con el tratamiento antirretroviral, te puedes quedar embarazada con absoluta normalidad.
De hecho, es más seguro acostarse con una persona diagnosticada con VIH que reciba tratamiento que con otra presuntamente sana que jamás se haya hecho una prueba e ignore que esté infectada. Y lo esté. Y lo pueda transmitir en cada relación sexual de riesgo (esencialmente anal, sin preservativo, tras el consumo de drogas o con antecedentes de otras enfermedades de transmisión sexual). Esos seropositivos anónimos son bombas víricas que, sin saberlo, están extendiendo la pandemia y frenando su erradicación. “Muchas veces tienes prácticas de riesgo, follas sin condón, pero nunca piensas que te puede pasar a ti”, explica Antonio Serrano, un sanitario de 33 años al que le fue detectado el VIH en 2015. “Es un riesgo que no percibe la sociedad. Pero está ahí”.
Puede haber 30.000 personas con VIH no diagnosticadas en España. Es el eslabón más débil de la lucha contra el virus. Los expertos insisten en que es clave para romper esa cadena de transmisión que cualquier persona con dudas (especialmente hombres que tienen sexo sin protección con múltiples hombres) se haga una prueba: las hay de 15 minutos en las farmacias. Y, de ser positivo, inicie el tratamiento. “Cuanto más tarde te lo detecten, cuanta más carga viral tengas, más estresado estará tu sistema inmunitario y más envejecimiento prematuro puedes padecer, incluso con la aparición de tumores”, explica el doctor José Alcamí, que dirige la Unidad de Inmunopatología del Sida en el Instituto de Salud Carlos III. El doctor Vicente Estrada, responsable de la unidad de enfermedades infecciosas del Hospital Clínico, de Madrid (que atiende a 2.500 pacientes con el virus), insiste en esta idea: “Nos llegan tres casos al mes y hasta un 40% son de diagnóstico tardío y, por tanto, con peor respuesta. El reto en España es el diagnóstico precoz. Pero se ha perdido miedo al VIH: ya no te mueres de esto y muchos llegan tarde”. Alberto Díaz de Santiago, un joven médico de la unidad VIH del Hospital Universitario Puerta de Hierro, en Madrid (que tiene cerca de 1.000 pacientes), coincide: “A nosotros nos viene un 20% de diagnóstico tardío. Y a veces es tarde para hacerle frente al virus. Sin embargo, el avance ha sido espectacular, porque en los noventa hasta el 70% de los infectados que llegaban a las consultas estaban ya en la fase sida y duraban meses”. En España se siguen notificando en torno a 4.000 nuevas infecciones por VIH cada año y el número de muertes roza las 400. Y de ahí no baja.
Loli, Antonio, César, Javier, Álex, Antonio, Rosa y Fley recuerdan con exactitud el día en que les comunicaron que tenían VIH. Fue un shock. Cambió su vida. Pero cada vez les duele menos. También están marcados por la generación a la que pertenecen. En estos 40 años ha habido dos pandemias: la incurable que arrasó el mundo desde 1981 hasta 1996 y otra, más esperanzadora, desde ese año hasta hoy. Una es la de la muerte y la otra la de la vida. Por eso, los infectados más jóvenes repiten: “Sé que no me voy a morir de esto”. “Cuando llegaron en 1996 los nuevos antirretrovirales, muchos enfermos estaban en tiempo de descuento, pero en dos meses les dimos la vuelta”, explica José Ramón Arribas, jefe de la unidad de enfermedades infecciosas del hospital madrileño La Paz (que atiende a 4.000 pacientes con VIH). “Fue como el síndrome de Lázaro: levántate y anda”.
Antonio Ruiz es un viejo rockero del VIH. Ha sobrevivido a todo. Y se muestra en buena forma durante nuestro paseo por el barrio madrileño de Lavapiés. Va a diario al gimnasio. Y colabora en la Fundación 26 de Diciembre, dedicada a las personas mayores LGTBI. Tiene 64 años, recibe tratamiento antirretroviral y fue diagnosticado como seropositivo a mediados de los ochenta, “que eran años de libertad tras la dictadura y de follar mucho”. Antonio era contable. Su pareja, periodista de moda, murió de sida en 1992. Ese año murieron en España otras 3.500 personas a causa del sida. Antonio, que domina el humor negro, llega a las lágrimas: “No sabías adónde ir, en muchos hospitales ni te admitían. A mí me despidieron por sidoso y maricón. Mi familia me dio la espalda y mi madre nunca me lo perdonó. He visto morir a muchos amigos; fui conejillo de Indias de los primeros medicamentos, como el AZT, que era un veneno; llegué a tomar 16 pastillas al día; tuve lipodistrofia [la distribución anómala de la grasa corporal, uno de cuyos efectos comunes es la apariencia extremadamente delgada de la cara] y no me paraban los taxis. Esto era algo más que una enfermedad, te condenaba al ostracismo. Si tenías cáncer, todo el mundo se ponía a tu lado; pero como fueras un sidoso, nadie quería que le vieran contigo. Nos consideraban seres asociales que nos merecíamos padecerlo. Era un castigo bíblico”, recuerda.