Andrés Hernández Tolentino pasó su primera noche en la calle el 17 de mayo de 2020. Después de una semana sin pagar los 1,500 pesos por los que rentaba cada mes un cuarto en Peñón Viejo, Iztapalapa, sus caseros le dieron el ultimátum: o saldaba sus cuentas o hacía las maletas. No tuvo otra opción. Recogió sus cosas del que fue su cuartito, de cuatro por cinco metros, se metió en el metro y se dirigió al Hospital General, en la colonia Doctores. Con él iban su esposa y sus dos hijos, de 14 y 8 años.
Aquella noche comenzó su vida en la calle. Pasaron de tener una habitación en la que cobijarse, una cama en la que dormir y armarios en los que guardar sus pertenencias a acostarse en el suelo y cargar con lo poco que les quedaba en una bolsa de plástico.
Sin un lugar en el que almacenar sus posesiones, se quedaron con lo imprescindible —algo de ropa, unas cobijas—, y se desprendieron del resto.
“Es muy difícil. Nunca había vivido en la calle. No descanso bien. Me quedo velando por mi familia. Llueve y hay que correr para buscar refugio y no mojarse”, dice el hombre de 50 años, escasa estatura, bigote ralo y rasgos indígenas. Sus abuelos, oriundos del norte del estado de Hidalgo, hablaban nahua, pero la lengua no llegó hasta los nietos. Él heredó una casita en el campo y el español para comunicarse.
Pasan algunos minutos de las 13 horas en el jardín Ramón López Velarde, en la colonia Roma, frente al Hospital General. Hernández Tolentino viene a recibir almuerzo en el comedor móvil que opera la secretaría de Inclusión Social y Bienestar. Hay una larga fila de personas que ahora viven en las inmediaciones. Son como caracoles que cargan con su casa en una bolsa de plástico.
Antes, en esta caseta se ofrecía comida para familiares de los pacientes ingresados en los centros médicos que esperaban en el exterior. Ahora reparten diariamente entre 63 mil y 65 mil comidas. El coronavirus incrementó la población que se quedó en la calle y disparó el número de personas que, aún con un techo bajo el que refugiarse, no tienen ni para comer.
“Ahorita hemos encontrado en estas últimas semanas gente que no vivía en la calle, que no tenía experiencia de vivir en la calle”, explica Enrique Hernández, director de la asociación civil El Caracol, con 26 años de trabajo con poblaciones en situación de calle.
Según la Secretaría de Bienestar de la Ciudad de México, 6 mil 754 personas forman parte de la población callejera en la capital. De ellos, 4 mil 354 duermen en la calle y otros 2 mil 400 en diferentes albergues. Pero estos son datos desfasados. Forma parte de un informe de 2017. No hay datos de los últimos años, ni sobre la emergencia que ha provocado la crisis por el nuevo coronavirus.
Los técnicos de esa institución han detectado a 20 familias en la situación de Hernández Tolentino, que con la crisis económica actual se quedaron sin trabajo e ingresos y no tuvieron más opción que dejar su vivienda. A ellos los enviaron a un albergue, pero son, de lejos, los únicos casos así. La familia de Andrés, por ejemplo, no estaba en las estadísticas oficiales. Él nunca se planteó la idea de acudir a un albergue, optó directamente por la calle. Es posible que existan muchas más personas en su misma situación, gente que perdió todo por la crisis provocada por la pandemia y está durmiendo a la intemperie sin recibir ningún apoyo. Gente que no existe para las instituciones.
Si hubiese optado por acudir al albergue, el local de la calle Coruña, en la colonia Viaducto Piedad, sería su primer destino. Ahí es a donde los técnicos de la secretaría de Bienestar de la Ciudad de México lo hubieran enviado antes de ser valorado y derivado a otro centro, donde posiblemente lo hubieran separado de su familia.
El albergue de Coruña cuenta con espacio para 650 personas, pero lo sobrepasó durante los primeros meses la contingencia por el coronavirus. Por ello, el gobierno habilitó dos albergues emergentes: uno en el Deportivo Reynosa de la alcaldía Azcapotzalco, para 700 hombres adultos; y uno más en Villa Mujeres, para 45 adultas que podrían compartir espacio con uno de sus hijos menores de edad, en la Gustavo A. Madero.
Hernández Tolentino y su familia prefirieron sus cobijas en el exterior del Hospital General. Aunque reconoce las dificultades de su decisión.
“La calle es muy peligrosa, hay que estar pendiente. Te meten un susto, aunque no tengas nada. Es lo que más desespera”, dice.
El primer día que pasó a la intemperie no pudo dormir ni un minuto. Estaba asustado. Nunca había tenido contacto con una población a la que antes observaba desde lo lejos.
Hernández Tolentino durante 13 años acudió religiosamente a su puesto de trabajo en una serigrafía ubicada cerca del metro Chabacano. Cada semana se embolsaba unos 2 mil pesos, aunque no tenía contrato ni prestaciones. Le pagaban dependiendo de la producción. Con eso cubría la renta, la ropa y la comida de su esposa y sus hijos. No tenían lujos, pero vivían en paz, hasta que llegó la pandemia y todo se vino abajo.
El 28 de febrero se detectó el primer caso de COVID-19 en México. El 18 de marzo se registró el primer muerto y un día por esas fechas, Hernández Tolentino fue trabajar y se encontró con la puerta cerrada.
13 años en la empresa para que el patrón no se molestase en llamarle por teléfono y avisarle que iban a cerrar. Él y otros seis compañeros se quedaron en la calle y sin un peso de compensación. Ha regresado a ver si quizá puede recoger las cosas que dejó, pero el local sigue cerrado. Quién sabe si algún día volverá a abrir o si le llamarán. 0:00 5:19 México suma 311 mil casos de contagios por Covid-19
Buscar trabajo cuando vives en la calle
“Espero buscar trabajo. Pero ahorita está muy difícil”, explica.
Su rutina es una peregrinación en busca de trabajo y comida. Se levanta a las seis de la mañana, lo despiertan las pisadas de los transeúntes que ya caminan en las inmediaciones del pabellón Cuauhtémoc, donde se acuesta cuando llueve. Ahí, justo al lado del lugar en el que despliega sus cobijas, hay una tiendita de venta de dulces y periódicos. Una de las primeras cosas que Hernández Tolentino hace al despertar es mirar las ofertas en los periódicos. Dice que le gustaría un puesto en una taquería, como aquella en la que trabajaba cuando conoció a su esposa hace más de 15 años. Qué lejos quedan esos tiempos, cuando enamoró a la mesera y se fueron a vivir juntos. Quién iba a imaginar que terminarían así: él durmiendo en la calle y ella refugiada en Hidalgo para que sus hijos no tengan que pasar por esta miseria.
“Preparo parrilladas, tortas, hamburguesas… me gustaría volver a trabajar en una taquería. Puedo hacerlo. Pero tengo 50 años. Y son 50 años”, lamenta. La edad es una losa cuando se busca trabajo. Además, teme que su aspecto pueda ser un problema. Duerme en la calle y es difícil disimularlo, pero existen baños públicos con regaderas. Como la vez que se presentó en una taquería ya con el uniforme de mesero listo para empezar. El puesto lo habían ocupado quince días antes.
Mientras continúa la búsqueda de un empleo sólido, los mercados le ofrecen la opción de ganarse unos pesos con los que resolver el día. Ese es su segundo destino de la jornada. Allí se ofrece para cortar chiles, cebollas, colocar mesas o barrer. Se lleva unos tacos y algunas monedas a voluntad. Nada con lo que poder rentar un cuarto. Ni se le acerca.
“Yo nunca había estado así”, repite.
Ahora comparte con más de un millón de personas la desgracia de perder su empleo a causa del coronavirus. Solo en la Ciudad de México son 197 mil puestos de trabajo formales, según datos del mes de junio de la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum. La Secretaría de Trabajo de la capital explica que es imposible calcular cuántos puestos han desaparecido en el mercado informal.
“No tengo ningún apoyo del gobierno”, se queja. Son las 10 de la noche y llueve. Ha colocado sus cobijas en una de las cubiertas del Pabellón Cuauhtémoc. A su alrededor hay un grupo de compañeros que también dormirán en la calle esa noche. Pronto serán muchos más. Mañana madrugará para seguir buscando un empleo que cada vez parece más difícil conseguir.
La Ciudad de México dispone de tres programas para ayudar a las personas que quedaron sin trabajo en plena emergencia de salud, aunque todos ellos están ya cerrados. Hernández Tolentino jamás escuchó de su existencia.
El primero es el seguro de desempleo, que para este año contaba con un presupuesto de 500 millones de pesos. Antes se ofertaba por seis meses, pero con la contingencia se redujo a dos para poder abarcar a más gente. Los beneficiarios reciben 2 mil 641 pesos y están inscritas 48 mil 801 personas.
El segundo se puso en marcha cuando el COVID-19 llegó a México. Se trata de mil 500 pesos a quienes perdieron su empleo debido a la pandemia. Está previsto que se pueda apoyar a 33 mil 333 personas con un presupuesto de 100 millones de pesos.
El último es el “Apoyo Emergente a Personas Trabajadoras No Asalariadas residentes y a Personas Trabajadoras Eventuales”, que está destinada a dos tipos de población. Por un lado, quienes trabajan en empleos informales, pero registrados ante la secretaría de Trabajo, como organilleros, boleros o los mariachis de Garibaldi. El segundo para trabajadores eventuales que vieron sus ingresos afectados por la COVID-19.
En ambos casos reciben 1,500 pesos mensuales durante dos meses. Su presupuesto es de 30 millones 792 pesos y en su registro se incluyó a 2 mil 700 personas en la primera modalidad y 7 mil 564 en la segunda.
En principio, Hernández Tolentino podía encajar en la tercera opción.
“No suelen dar facilidades para que esta población solicite estas ayudas”, se queja Enrique Hernández, director de Caracol. Su apoyo es el que permite que algunas de estas personas sobrevivan. Semanalmente realizan salidas para informar a la población callejera del COVID-19 y ofrecerles información sobre la pandemia y las medidas higiénicas. También reparten algunas despensas, siempre menos de las que les gustaría. Antes no daban comida directamente, pero cambiaron de estrategia ante la gravedad de la crisis provocada por el coronavirus.
Explica el activista que uno de sus objetivos es que las personas que recién quedaron en situación de calle puedan tener pronto un lugar en el que dormir. Dice que es importante que no se acostumbren. Alguien que duerme por primera vez al raso puede pensar que la experiencia ha sido horrible. Un mes después, ese mismo alguien puede verse a sí mismo satisfecho por sobrevivir. Y pensar que no se está tan mal, que puede aguantar un tiempo más.
Por eso Hernández Tolentino quiere salir de la calle lo antes posible y por eso se ha separado su familia. Porque tiene miedo de que les ocurra algo y tampoco quiere que se acostumbren.
Desde los primeros días de calvario su esposa y sus hijos conocieron a un grupo religioso que les ofrecía un techo durante el día. Ella les apoyaba en la cocina y los menores podían ver la televisión sin estar expuestos. Llegó un día en el que les dijeron que no podían seguir así, que la calle no es lugar para una adolescente de 14 años y un niño de 8. Así que les ofrecieron pagarles el traslado a Hidalgo para refugiarse en la casa familiar. Aceptaron y se fueron la mujer con los hijos. Él se quedó en la capital. “Tengo que encontrar trabajo para que nos volvamos a encontrar”, dice.
Aquella noche, cuando supo que su familia estaría a salvo, fue la primera en la que Andrés Hernández Tolentino durmió tranquilo.