La actriz Anna Karina, una de las principales caras de la Nouvelle Vague que sacudió el cine francés en los sesenta, falleció este sábado en París a los 79 años, a consecuencia de un cáncer. Con su muerte termina una década que habrá visto desaparecer a casi todos los protagonistas de esa revolución fílmica, como Claude Chabrol, Éric Rohmer, Jacques Rivette y Agnès Varda. El único superviviente se llama Jean-Luc Godard, con quien la actriz rodó siete películas y vivió una historia de amor, breve pero intensa, que dejaría una marca indeleble en la sensibilidad estética de la época y tendría una influencia profunda en el cine de las décadas posteriores.
Nacida en 1940 en Solbjerg, en las afueras de la ciudad danesa de Aarhus, Karina llegó a París en autoestop a finales de los cincuenta, huyendo de una infancia en la pobreza y a los abusos de un padrastro violento. No tardó en encontrar trabajo como modelo. Coincidió entonces con Coco Chanel, ya de capa caída, que la rebautizó con ese nombre vagamente tolstoiano al considerar que el que figuraba en su partida de nacimiento, Hanne Karin Bayer, no le hacía ningún favor. Godard descubrió su rostro en un anuncio de jabón y le propuso un pequeño papel en su debut en el largometraje, Al final de la escapada. La joven actriz lo rechazó “porque no quería enseñar los pechos en pantalla”, según recordaba en una entrevista con este diario a finales de 2017.
Godard no se dio por vencido. Ocho meses después, el director le ofreció el papel protagonista de El soldadito, película sobre la guerra de Argelia que la censura gaullista prohibió durante dos años. Lo mismo sucedería con su siguiente película, una adaptación de La religiosa de Diderot a las órdenes de Rivette. La actriz se casó con Godard en 1961, embarazada de un hijo que terminaría perdiendo. Fue el inicio de una colaboración de la que surgirían películas que marcaron una época, como Una mujer es una mujer –con la que Karina ganó el premio de interpretación en la Berlinale de 1962–, Vivir su vida, Banda aparte, Alphaville o Pierrot el loco. Más que una musa pasiva, Karina fue uno de los artífices de ese paso abrupto a la modernidad en el cine. La dotó de una mirada de película muda, de un flequillo que rozaba sus párpados y de un acento danés que con los años limó hasta que se volvió casi imperceptible.