Todos podemos experimentar cierta aprensión pensando en el futuro. ¿Qué me espera? ¿Qué hay después de la muerte? Pero esto cambia para el que cree en Jesucristo y pone su confianza en él. Dios le da paz interior, ya no teme al futuro.
Dios mismo asegura a cada creyente: “Yo te redimí”. No solo mis pecados han sido perdonados, sino que también he sido liberado del juicio futuro. He sido arrancado del poder de Satanás para vivir como un hijo de Dios. Y esta liberación es el resultado de la muerte y la resurrección de Jesucristo, quien venció a la muerte en la cruz una vez para siempre.
Cuando Dios nos dice: “Te puse nombre”, se sobreentiende que nos conoce personalmente. “Él conoce nuestra condición” (Salmo 103:14), conoce nuestros puntos débiles. A partir de nuestra conversión, es nuestro Padre, un Padre que nos ama y desea nuestro bien cada día.
Desde ese momento le pertenecemos, y nos asegura: “Mío eres tú”. Así nos manifiesta el valor que tenemos para él, no porque seamos virtuosos o dignos de ser amados, sino debido al precio infinito que su Hijo pagó por nuestro rescate: él dio su vida por nosotros. Somos preciosos al corazón de Dios, somos su “especial tesoro” (Malaquías 3:17). Él nos cuida, nos protege y nos conducirá hasta el cielo, a la casa del Padre. Jesús dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2).