Facebook vuelve a estar en el punto de mira tras otro fracaso estrepitoso. Sus herramientas de censura siguen siendo insuficientes y continúan exteriorizando la sensación de que el mundo que llevan moldeando desde hace más de una décadales queda grande, enorme. Por enésima vez, la debilidad de un joven que decidió quitarse la vida mientras lo retransmitía en vivo a través de Facebook Live fue vista en directo, sin filtros ni cortes publicitarios.
Shyam Sikarwar era un estudiante natural de la India de 22 años de edad que no pudo soportar el que su novia le dejara. Acudió al templo de su ciudad, Raybha, dejó una carta de cuatro páginas justificando su acción, pidiendo perdón a su familia por su “drástica decisión” e instándoles a que donaran sus órganos. Después, comenzó la grabación.
Fueron cuatro minutos en los que le dio tiempo a hablar a su audiencia a través del celular sin que ningún trabajador de la plataforma fuera capaz de descifrar su nítido mensaje. Primero pidió a las autoridades que no tomarán ninguna represalia contra nadie por un fallecimiento fruto de su voluntad y después rogó a su familia que publicaran fotos de su cuerpo inerte en su perfil de Facebook.
“La echo de menos y no puedo vivir sin ella. No puedo soportar el hecho de que se vaya a casar con otra persona. El estrés de haberla perdido me afectó tanto que he perdido mi trabajo”, describió en la misiva de despedida.
Su cuerpo apareció ahorcado y tras las investigaciones, la policía determinó que el chico estaba deprimido, desempleado y que su ex novia estaba a punto de casarse con otro joven. Fue la propia familia del fallecido la que cerró su perfil de la red social sin cumplir el último deseo que pidió Sikarwar.
La moda de usar Facebook Live para retransmitir hechos horribles se instauró casi desde el comienzo de esta utilidad, la cual nació en 2016 para los usuarios VIP y que se extendió rápidamente al resto de los internautas. Un click en el menú, tres segundos de cuenta atrás y una ventana al mundo en la que el contenido es ilimitado para una audiencia global que va más allá de los contactos. Un concepto que se desarrolló de la manera más interesante pero con unas zonas grises en las que han navegado suicidas, asesinos, terroristas, maltratadores y personas que aprovecharon la libertad para mostrar sus fatales debilidades o sus deseos más escabrosos.
Para intentar frenar este tipo de acciones, Mark Zuckerberg contrató a 3,000 personas encargadas de censurar todo aquel contenido que no fuera apto para mostrar a la audiencia. Quizás sirvió para reducirlo pero no fue suficiente para erradicarlo. Uno de los eventos más trágicos vividos este año fue el atentado de Christchurch en Nueva Zelanda, que no solo fue retransmitido en Facebook sino que saltó a otras plataformas sin freno alguno.
Antes y después de los ataques que dejaron medio centenar de fallecidos repartidos en varias mezquitas, Facebook Live también emitió las muertes de Jared McLemore, un joven de 33 años que se prendió fuego; o James M. Jeffrey, quien lo hizo por la vía rápida con un disparo en la cabeza. A un joven turco, Erdogan Ceren, nadie le creía cuando gritó a los cuatro vientos que acabaría con su vida, hasta que lo hizo en directo. La lista de este tipo de casos emitidos sin censura es de lo más extensa y se cuentan por decenas. En ella se incluye el de Steve Stephens, quien asesinó a un hombre de 74 años de edad de manera aleatoria mientras lo emitía sin filtros.
El último incidente evidencia unas carencias que a su vez reflejan la imposibilidad de Facebook para resolver el problema de este tipo de emisiones que llegan a todos los públicos. Resulta difícil de creer que sea tan sencillo tener la capacidad para grabar acciones de la vida real con tanta libertad, sin unos límites que eviten la debacle de nuestra sociedad retransmitida en vivo y por contra se concentren en otros menesteres alejados del morbo por el morbo. La responsabilidad reside en Zuckerberg y su equipo, que parecen más preocupados por censurar obras de arte que en buscar soluciones más efectivas, aunque tampoco hay que olvidar que el miedo convenido de la censura está haciendo que organismos internacionales de Occidente no estén tomándose en serio un asunto que se le ha ido de las manos a unos y a otros.
La revolución tecnológica sigue avanzando a la velocidad de la luz mientras el mastodonte contempla la vida con el pasmo propio de la incapacidad.