Desde la escuela materna los niños casi siempre se pelean por objetos irrisorios, los cuales los harían reír algunos años más tarde. En el colegio está en juego algo mucho más serio, y las peleas a veces terminan en dramas irreparables. Por último, de manera diferente pero también resuelta, los adultos luchan por un lugar en la sociedad, en el mundo laboral, en la escena política… El hombre es un obstinado en la discusión. Quiere tener más que el otro, quiere que lo escuchen o lo respeten, quiere imponer sus verdades (o lo que cree ser la verdad). De allí vienen los conflictos, las amenazas, los odios y antipatías de toda clase, los cuales desde Caín se multiplican. Aunque todo el mundo está de acuerdo en el beneficio que habría si nos comprendiéramos y nos soportáramos, las pasiones, la ambición, el orgullo, el egoísmo incitan a los individuos unos contra los otros.
A pesar de los numerosos esfuerzos por incentivar la paz y el respeto a los demás, si el corazón no cambia, el mundo seguirá siendo un lugar de conflictos. No se puede esperar ninguna mejoría global, pero Dios, quien es amor (1 Juan 4:8), desea transformar el corazón de cada hombre dándole una nueva vida, la de Jesucristo. Solo a través de esta nueva vida somos capaces de amar a nuestro prójimo. Fue lo que Cristo hizo en la tierra, yendo incluso a dar su propia vida por nosotros (1 Juan 3:16). Ese amor que lo animaba es ahora “derramado” en el corazón del creyente (Romanos 5:5).