Nuestra cultura permisiva considera con ligereza el adulterio (las relaciones sexuales con una persona que no sea su cónyuge). Algunos piensan que esto concierne a la vida privada y no a los demás. A esto se añade cierta banalización de las relaciones sexuales, lo cual nos hace olvidar que estas involucran la totalidad de nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo.
En el sermón del monte (Mateo 5) Jesús amplía el concepto de adulterio a la mirada codiciosa. El adulterio no concierne solamente a nuestros actos, sino también y primeramente a nuestro corazón.
Las causas que conducen al adulterio son numerosas: el peso de la soledad, la pobreza de la comunicación en la pareja, la búsqueda egoísta y exacerbada del placer… Pero el adulterio nunca es la solución para las dificultades de la pareja. Todo lo contrario, es una causa de tristeza y sufrimientos para toda la familia. ¡Significa sobre todo pecar contra Dios, quien formó esta unidad entre esposos, y corromper su obra!
El placer no es un objetivo en sí; debe ir unido a algo más grande, como la comunicación entre esposos. La unión de los corazones, sobre todo cuando tienen el mismo vínculo con el Señor, una buena actitud, escucharse y entregarse mutuamente, son la fuente de esta capacidad de relación.
El Señor tiene el poder para sanar las relaciones conyugales, relaciones que se pueden herir tan fácilmente. Quiere dar la fuerza para perdonar y vivir una vida nueva en la frescura de un amor recíproco cada vez mayor.