Cuando llegó, abrieron fuego. Los asesinos lo esperaban en la puerta de su trabajo. Eran las 7 de la mañana. Las autoridades dicen que murió en el momento, por los balazos. A continuación, los pistoleros echaron gasolina al carro, al cadáver y prendieron fuego. Es la historia del asesinato de Alfredo Tlaltempa, hasta hoy jefe de policía del municipio de Zitlala, en Guerrero, México. Su historia y la de tantos otros estos últimos años, apenas con algunas variaciones: el calibre de las balas, la hora, los vecinos que atestiguaron lo sucedido, la saña de los criminales, el oficio o la ocupación de la víctima… Lo que no varía es el caudal de la sangría.
El asesinato de Tlaltempa sucede apenas dos meses después del de su homónimo en Chilapa, el pueblo vecino, municipio señalado igualmente durante la campaña por la cantidad de asesinatos cometidos contra políticos y candidatos.
Solo en febrero, pistoleros acabaron con la vida de dos precandidatas a diputadas locales, una del PRI y otra del PRD.
El cuerpo del jefe de policía de Chilapa apareció el 29 de abril en Chilpancingo, la capital de Guerrero. O más bien lo quedaba de él, trozos de su cuerpo. Apareció dentro de un carro, cerca de la terminal de autobuses, una zona concurrida de la ciudad. Las autoridades encontraron igualmente los restos del cuerpo de un oficial de la policía de Chilapa. Los dos habían desaparecido días antes, cuando viajaban de Chilapa a Chilpancingo, donde estudiaban derecho.
A la vista de todos estos asesinatos, parece razonable preguntarse quiénes fueron, por qué lo hicieron o qué razones los movieron. Igualmente, el volumen de violencia registrado en el último año y medio en Guerrero y el resto de México marchita cualquier pregunta, en favor de la necesidad de obtener respuestas: ¿Por qué aumentan los asesinatos? ¿Es imposible hacer algo al respecto? Solo en Guerrero, el año pasado murieron asesinadas 2.530 personas, una de las cifras más altas de todo el país, que en total registró 28.717, según cifras del propio Gobierno.
La tendencia este año se mantiene. Casos como el Tlaltempa, sean policías, peirodistas, candidatos políticos, médicos, trabajadores de cualquier tipo, sospechosos o no de participar de cualquier actividad criminal, se repiten. Una y otra vez. Y todo a diez días de las elecciones municipales, legislativas y presidenciales.
Roberto Álvarez, portavoz del Grupo Coordinación Guerrero, que agrupa a fuerzas armadas y policiales en el estado, ha explicado que Tlaltempa viajaba a bordo de un auto, un Volkswagen Jetta azul, cuando lo mataron. «Al llegar a su trabajo en Zitlala, lo esperaban sujetos armados que le dispararon y le dieron muerte de manera instantánea, quienes después le rociaron gasolina a la unidad y le prendieron fuego, para enseguida huir del lugar. Minutos después», añade Álvarez, «llegaron elementos de la policía municipal, quienes sacaron del interior del auto su cuerpo sin vida para evitar que fuera consumido por el fuego».
Zitlala y Chilapa son parte de la Montaña Baja, región distante una hora de Chilpancingo. La mayoría de las veces, los asesinatos y cualquier evento violento en la zona se explican como parte de la pugna entre grupos delictivos, que estarían peleando las rutas entre los campos de cultivo de amapola y las ciudades y puertos cercanos. Sin embargo, las fricciones de grupos de poder político económicos podrían estar detrás igualmente. Tampoco es descartable la participación de funcionarios públicos, policías o militares. Hace apenas unos días, el obispo de Chilapa Chilpancingo, Salvador Rangel, denunció precisamente que el Ejército le vende armas a los grupos delictivos de la zona. «Yo por experiencia se los digo como muchos capos de la droga quieren vivir en paz. Ellos ya no quieren más guerra», dijo el prelado. Rangel denunció, como ya lo ha hecho en reiteradas ocasiones, que los políticos y el Ejército son cómplices de la inseguridad en la zona.