Un hombre pobre acababa de recibir una herencia inesperada. Un tío que no tenía hijos había muerto súbitamente y él era el único heredero. ¡De repente se había convertido en el propietario de un castillo rodeado de un gran terreno! ¡Era rico!
Se disponía a tomar posesión de la propiedad. Pero, intimidado, no se atrevió a ocupar el castillo. Prefirió instalarse con su familia en una cabaña destinada al encargado de cuidar la propiedad. El notario fue a visitarlos y estupefacto exclamó: «Pero señor, ¡instálese en el castillo!». Le mostró el documento que probaba que todo le pertenecía. ¡Qué lástima conformarse con una vivienda pequeña e incómoda cuando se posee un castillo!
Al recibir a Jesús por la fe, nos convertimos en hijos de Dios y herederos de las riquezas divinas. Pero a menudo nuestra vida cristiana es pobre y mediocre. Nos conformamos con saber que somos salvos, sin tomar posesión activa de las riquezas que Jesús nos ofrece: el perdón de nuestros pecados, la benignidad permanente de Dios, el conocimiento del Padre, el acceso a él mediante la oración, la liberación del poder del pecado, la esperanza de la vida eterna, la perspectiva de compartir la gloria del Hijo de Dios, ¡y todo el gozo y la paz que Dios quiere que experimentemos desde ahora en la tierra!
El «acta notarial» mediante la cual conocemos nuestros derechos es la Palabra de Dios. Leámosla atentamente y descubriremos cuán ricos somos.