En diciembre de 1885, Vincent van Gogh escribió a su hermano desde Amberes: «El carmín es el color rojo del vino; es rojo y espiritual como el vino». Docenas de sus pinturas conseguían el rojo anhelado con un mismo producto: la cochinilla mexicana, que llegaba a Europa justamente por el puerto belga. «No utilizar estos pigmentos no representa ninguna economía».
Van Gogh convencía así a Theo de comprar uno de los pigmentos más costosos de la época, el rojo más preciado de la pintura: la grana cochinilla. La anécdota, y el célebre cuadro La recámara de Van Gogh en Arlés (1889), ayudan a contar la historia de Rojo mexicano. La grana cochinilla en el arte, exposición en el Museo del Palacio de Bellas Artes de México, que revela la fascinante historia de un pequeño insecto que hizo fortunas y cambió la historia del arte.
La historia de las artes está en la memoria de sus pigmentos. No son mera materia prima desprovista de significado, ni su valor es solamente estético ni simbólico. Bien se podría recorrer el mundo –y la historia de sus gentes– siguiendo las pistas del palo brasil o del añil, del caracol púrpura o los néctares y maderas de tantos árboles.
Algunos colorantes, sin embargo, son singularmente reveladores, pues desde sus modestos orígenes hasta sus usos más minuciosos, revelan los intereses y las ambiciones de miles de personas en cuanto rincón del mundo hayan llegado.
Eso ocurre con los pigmentos logrados con la grana cochinilla, insecto parásito que se alimenta del nopal y era cultivado en Mesoamérica, sobre todo para uso en textiles y códices, como han determinado análisis especializados.
Al secarse y triturarse la hembra, se extrae su ácido carmínico rojo, el cual, mezclado con un mordiente (sustanta que ayuda a fijar), permite crear pigmentos de tonos rojos, púrpuras y rosas de gran capacidad de permanencia y persistente vivacidad.
La grana cochinilla era muy apreciada para teñir textiles, y fue por ese uso que se hizo muy popular en Europa tras la conquista de México.
El primer cargamento llegó a Sevilla en la década de 1520 y, apenas 30 años después, ya agraciaba en cuadros de Tintoretto. Y también se encarecía.
Al recorrer la exposición, impresiona la profundidad y complejidad de los matices de rojo en los textiles prehispánicos sobrevivientes y los cuales aún hoy se producen comunidades indígenas de México, como los oaxaqueños. Los textiles son como libros que se usan, pues, entre hilos, hablan de los vaivenes de la cultura que los produce. Así, trazamos el camino del producto indígena original al comercio trasatlántico que estimuló.
Algunos autores estiman que era el segundo producto de exportación más valioso de las colonias españolas, después de la plata, pero por encima del oro. Su elevado precio, justamente, confirió a los textiles teñidos con ella un valor de prestigio: el lujo se teñía con el rojo mexicano.
Así, desde el siglo XVI, la cochinilla empieza a extenderse desde centros comerciales como Sevilla, Venecia, Amberes y Ámsterdam, como recuerda el curador Georges Roque, y empieza a aparecer en las obras pictóricas de Diego Velázquez, Zurbarán, Murillo, Tiziano, Tiepolo, Van Dyck, Rembrandt…
De mediados del siglo XVI en adelante, la cochinilla fue para los pintores un componente fundamental para representar telas en sus pinturas, como seda y lana, cuyos detalles resultaban imposibles de lograr con otros pigmentos que daban resultados toscos, apagados y poco representativos de la suntuosidad táctil de los textiles de lujo.
«Gracias a la cochinilla el virtuosismo se desplegó en los cuadros, permitió un manejo más plástico de la profundidad y capturó llamativamente las propiedades de la luz en las superficies más suaves», escribe Barbara Anderson en el catálogo de Rojo mexicano.
El uso de la grana cochinilla en pintura solo decaería en el siglo XIX, con la introducción de los pigmentos sintéticos, pero los impresionistas también se fascinaron con el rojo vibrante.
La amplia paleta del rojo, claro, ha fascinado a la humanidad desde el principio de su historia. En Rojo. La historia de un color, Michel Pastoureau recalca que el rojo es el color más examinado por Plinio en su Historia natural, que era el más usado en Grecia y Roma y que aparece de primero en tratados y guías de pintura de toda Europa.
El rojo es el color del amor, la gloria y el poder. Se pintan de rojo el manto de Cristo y la túnica de la Virgen María; también las camisas de los nobles y las casullas de los clérigos.
Naturalmente, con la Reforma protestante, empieza a declinar su uso en Europa, asociado ahora a la pompa y excesos de la Iglesia católica. Era un color, al fin y al cabo, que podía representar tanto las llamas del infierno como el esplendor celestial.
No obstante, el magnetismo excepcional del rojo significa que lo encontramos asociado a prestigio y poder a lo largo de los siglos XVI, XVII y hasta XVIII. Aparece, por ejemplo, en Las Meninas (1656), de Velázquez, y argumenta el académico Byron Ellsworth Hamann que Velázquez pinta el cortinaje del cuadro con cochinilla justo porque conocía el inventario del palacio y sabía que con ella se habían teñido. Incluso hasta fines del siglo XVII, el carmesí da «testimonio de la riqueza del personaje», en el repaso de Roque.
El valor del textil real teñido con cochinilla, pues, se refleja en el valor de la materia prima del pintor y a otros artistas y artesanos. Luis XIV mandó teñir de cochinilla los sillones y cortinas de cama de Versalles, y lo mismo ocurrió en el Real Alcázar madrileño.
El valor que adquirió era inmenso: «En el siglo XVIII, el paño fabricado en Gloucestershire con cochinilla mexicana podía negociarse a cambio de esclavos en África, donde las telas rojas eran muy apreciadas», recuerda Butler Greenfield.
Sin embargo, entre más codiciado y más asequible se volvía el intenso escarlata mexicano, por más que se mantuviera su precio alto, más se reducía su prestigio.
Así que en el siglo XIX, finalmente, el rojo mexicano pasó de moda. La seca sobriedad victoriana lo desplazó por su asociación con lo sensual y lo excesivo, pero además, ya no era tan exclusivo, pues ya se cultivaba en Canarias, Guatemala y otras regiones. Para 1850, la producción se había sextuplicado y su precio era la cuarta parte del de 1820.
El rojo intenso pasó de moda: se veía vulgar, una asociación que «nosotros los victorianos» mantenemos muy viva. ¿Quizá se hizo pecado porque era barato y popular? El negro se impuso. «El beige, gris y marfil, alguna vez colores de la pobreza y penitencia, se convirtieron en pilares de la moda y señales de buen gusto», dice Butler Greenfield.
En la exposición en Bellas Artes se exhibe una caja de pinturas del inglés J.M.W. Turner donde se han encontrado trazos de pigmento de cochinilla. Cerca cuelga La visita a la tumba, de 1850, uno de sus flamígeros paisajes donde mezcló de forma fina muchísimos pigmentos. No se ha identificado cochinilla en él, pero sí en otros cuadros de Turner, ya uno de los últimos en explotarla antes del advenimiento de los pigmentos sintéticos.
De los huipiles antiguos a las grandes obras europeas hasta Gauguin y Renoir, y por supuesto el apasionado Van Gogh, fue un rojo magnético, inevitable. La grana cochinilla representaba en la pintura y los textiles la misma pasión que despertaba en su materia prima.
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