La cruz de Cristo fue levantada en el Calvario, en Jerusalén. Los romanos practicaban, al igual que los persas anteriormente, el suplicio de la crucifixión. Cicerón lo consideraba como «un castigo de los más crueles y viles en extremo», y Tácito lo veía como «el más vergonzoso».
Sin embargo, la cruz estaba en el centro de los planes de Dios para eliminar el pecado (Juan 1:29). Jesús “sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2), “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).
Algunas personas ven en Jesús a un hombre solidario con todos los miserables, los ajusticiados, los que sufrieron una muerte atroz. Sin embargo, Jesús es mucho más que eso: es el Hijo de Dios, y su muerte no tiene nada en común con la de los demás hombres. Cristo no solo fue la víctima de la injusticia y de la crueldad de este mundo, sino que solo él, el justo, sufrió en la cruz la ira de Dios contra el pecado, el castigo que todos nosotros merecíamos. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, la oscuridad invadió el país. Jesús fue abandonado por Dios debido al pecado. Solo él, víctima irreprochable, podía llevar la condenación y morir en lugar de todos los que creerían en el amor de Dios, quien entregó a su Hijo.
Querido amigo, “la palabra de la cruz”, el mensaje de esta terrible crucifixión, ¿es para usted una “locura”, incomprensible, imposible de recibir? Acéptela y descubrirá el poder de Dios, que nos salva completa y eternamente.