El poder de la Palabra de Dios (1)
Liuba era una joven rusa encarcelada de por vida debido a un asesinato. Tenía sida y pensaba que su existencia carecía de sentido. Estaba tan desesperada que cuando iba a suicidarse, se le ocurrió pedir un último socorro al cielo. Ella dijo a Dios: «Si todavía me amas, después de todo lo que hice, ¡respóndeme!».
Alguien le había dado una Biblia y la joven la abrió en el libro de Mateo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mateo 9:13). Así decía el primer pasaje que leyó y que la impactó grandemente. “Venid luego, dice el Señor, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18), confirmaba el segundo. El tercer pasaje hablaba del malhechor crucificado al lado de Jesús, quien dijo: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:41-43).
Alcanzada por la Palabra de Dios y anonadada por su amor, Liuba se convirtió al Señor aquel día. Pasó a ser una testigo de Cristo en la cárcel donde estaba. Gracias a su influencia, aquel siniestro lugar se fue transformando poco a poco: ya no se oían gritos salvajes ni había peleas entre criminales; a veces incluso las detenidas cantaban himnos.